23.7.12

¡Maldita sea!


El círculo que formaba el humo del cigarrillo ascendía perezoso y se desarmaba antes de llegar al techo. La habitación estaba en penumbras y Javier pensativo, fumaba en la cama. La lentitud de sus gestos expresaba cansancio. Recorría con la vista las formas que dibujaba la sábana. No reconocía ese cuarto, sus contornos le eran ajenos; su aire desconocido lo incitaba a la reflexión. Se quedó pensando en la lengua desesperada de aquella mujer que lo enloqueció; en ese deseo de escapar y viajar 465 kilómetros para acostarse con alguien desconocido; para unir dos vidas por tres días y volver al ritual cotidiano con un recuerdo más en la piel: una cascada vertiginosa de sensaciones y descubrimientos.

Su pensamiento le dictaba frases sueltas que definían lo que él había sentido las últimas horas y que su esencia de escritor se esforzaba en poetizar: días que se mezclan con la noche; madrugadas de fantasías cumplidas y silencios acordados; unión perfecta de cuerpos y libertades; vacío final, alma extraviada, silencios fúnebres que hieren como agujas; palabras fingidas, instinto saciado, caricias de hielo sobre las cenizas del fuego.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se perdió en el ritmo del reloj. Sintió el roce de un cuerpo dormido y caliente. Giró para abrazarlo y al acomodarse escuchó un ruido en el piso. El anillo, símbolo de lo prohibido, se había caído de la mesa de luz.

Javier dudó un instante y se estiró para levantarlo. Se lo puso en el dedo y miró su mano como si fuera de otra persona. Se sentía exhausto y por momentos inquieto. Se levantó de la cama y con pasos torpes se acercó al espejo. Examinó su cara minuciosamente. Tenía los ojos fríos, llenos de nada. Con su cuerpo transpirando ayeres, abrió la ducha y esperó. El agua que limpiaba sudores ajenos lo relajaba. Necesitaba mantenerse tranquilo.

Mientras secaba su cuerpo comenzó a planear el próximo día; tendría que enfrentar a su esposa y volver al psiquiatra. Sabía que pensar y anticipar era precisamente el error fatal que le haría perder el control. Las piernas se le aflojaban, se mareaba, se sentía perdido otra vez. Estaba pálido y se apoyó en la puerta del baño para no caerse. Se propuso no dejarse dominar por esos ataques de pánico que lo seguían como un fantasma. 

-¡Maldita sea! – pensó.

Lo sobresaltaron los golpes en la puerta.

-Javier... ¿estás bien? Abrí la puerta...- decía la mujer con voz preocupada.

-Sí, sí... estoy bien, ya salgo.- respondió él.

Con el gesto desencajado y aludiendo cansancio salió del baño y se acostó. Cuando la mujer volvió a su lado fingió estar dormido y sintió las caricias que ella le hacía. Aquel abrazo disolvió los malestares que Javier padecía y pudo descansar tranquilo. La fobia quedó escondida esperando la oportunidad de sorprenderlo en soledad.

La mañana llega arrastrando el sol entre los edificios. Una ventana entre miles. Despertar y tomar conciencia de la nada, de la vida, de la muerte, de lo insignificante de “ser”. Pasos lentos que deambulan por la habitación. Una sonrisa cómplice y un beso fugaz. Javier junta su ropa y comienza a disfrazar su dolor. Todo está bien por fuera. Comentarios triviales retumban en sus oídos. Desayuno, palabras, silencios, palabras y esto se termina. Otro beso. El último.

Javier sale a la calle y camina lentamente hacia la estación terminal. Es temprano, el micro sale a las nueve. 

--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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