22.7.12

Día de trabajo


La Península de Yucatán puede ofrecer paraísos en su costa caribeña pero tierra adentro el calor aplasta sin contemplaciones. 

Era el primer día de trabajo. Llegamos temprano a la oficina donde nos entregaron las planillas con las encuestas y el uniforme para salir al ruedo: gorritas y chalecos naranjas de tela pesada. Media hora después la combi nos dejó en la zona que nos asignaron. Se trataba de ir casa por casa preguntando a las personas qué tipo de carne era de su agrado.  La tarea no era difícil pero la ciudad en la que estábamos nos ponía a prueba con las altas temperaturas. 

Las calles eran pequeñas con casas iguales y enseguida supimos que cargar con los chalecos iba a ser una pesadilla. No había árboles y por lo tanto no había sombra en ninguna parte. Vimos a la combi alejarse en un borroso paisaje de polvo y distancia. Nos miramos en silencio, observamos el trazado de calles, leímos las planillas, nos acomodamos queriendo escapar del chaleco naranja, inspiramos, exhalamos y volvimos a mirarnos y con cierta resignación cada quien eligió una calle para empezar.

Mi compañera de trabajo  era delgada y tenía buen estado físico pero el calor sofocante de Mérida la hacía sudar en exceso. Llevaba consigo una pequeña toalla para secar las gotas que resbalaban por su cara.  El tiempo parecía inmóvil, el sol se reía de nuestros chalecos naranjas, las calles estaban quietas en esa mañana de lunes. Niños en la escuela, hombres y mujeres trabajando y nosotras a paso lento de casa en casa, de timbre en timbre como lentos caracoles color calabaza.

Nadie quiere responder encuestas y el sol ya está en lo más alto. El chaleco me está cocinando a fuego lento, empiezo a ver a la gente con forma de refresco. Camino y camino y cada vez me cuesta más trabajo trasladar mi humanidad de una casa a otra. Al llegar a una esquina con el último aliento vi a mi amiga conversando con una señora en el umbral de una casa. Mi amiga sudaba y caían las gotas sobre las preguntas de la planilla. La señora respondía y se compadecía de aquel ser humano que se derretía frente a ella. Antes de terminar el cuestionario la mujer fue por un vaso de refresco para mi amiga y al verme aparecer fue por uno para mí.

Cuando terminé de beber ya se había asomado la hija de la señora que estaba preparando el almuerzo para sus hijos. La mujer joven también nos vio sufrir dentro del chaleco naranja y enseguida nos trajo una hamburguesa mientras mis ojos brillaban de agradecimiento y mi compañera mezcló las gotas de sudor con lágrimas de felicidad. Nos despedimos de aquellas mujeres sin dejar de agradecer con sonrisas y gestos y palabras mientras buscamos un lugar para sentarnos a devorar el regalo más preciado en esa situación. Horas más tarde la combi nos llevó de nuevo a la ciudad. 

Han pasado más de diez años de aquel día pero esas dos mujeres, el refresco, la hamburguesa y su empatía y generosidad quedaron grabadas a fuego en nuestra memoria. En un álbum de fotos están nuestras imágenes dentro de los chalecos naranjas con una gran sonrisa después de completar el primer y último día de trabajo en Mérida.

--Este texto forma parte del libro "Vaivenes de un esqueleto" 
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